La otra Gioconda, una copia certificada

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Una réplica, restaurada, como la fiel imagen copiada, milímetro a milímetro, de una obra maestra, en este caso La Gioconda de Leonardo da Vinci renació brillantemente en el Museo del Prado hace unas semanas, sacada del pincel de excelente equipo de conservadores del Museo, uno de los mejores del mundo. La noticia, que de por sí es extraordinaria, sorprende aún más dado el parecido entre ambas obras. El maestro y el no maestro se han fundido en uno sólo y sus ideas se han mezclado. El tiempo queda congelado.

Parece que se atribuye a su discípulo, F. Melzi (aunque también podría haber sido Andrea Salai, uno de los amantes del maestro), pues hace pensar que es un cuadro inventariado en las colecciones reales desde la segunda mitad del siglo XVII.

Según Miguel Falomir, jefe de Pintura italiana de del Renacimiento en El Prado, dicha copia ofrece una “nueva” mirada al retrato más célebre del mundo. Las diferencias están claras. La original es más oscura, especialmente en el paisaje. El marrón de la manga en el original es rojo en la copia. Y las cejas de la supuesta Lisa Gherardini (esposa de un rico comerciante florentino llamado Francesco del Giocondo), invisibles en la obra auténtica, aparecen en la copia, como rasgos acentuados de una luminosidad que de un autor a otro marcan sus caracteres. El misterio de ambas renace y se abren las preguntas sobre cómo se crea una copia, como crece y de qué manera se acaba, como puntos en el pensamiento que juntos conforman una obra con dos ejes. Y así, nos asaltan las preguntas: ¿Con cuál se queda usted?. ¿Si ambas fueron realizadas en el mismo momento, no es tan apreciable la copia como lo es la original? Y si el maestro guió al alumno paso por paso, ¿no fueron estos consejos la culminación de otras marcas sobre una obra que en su conjunto es algo indivisible? Se puede entender, en este sentido, que la obra no son dos sino una bajo dos lienzos, con la misma sonrisa enigmática pero diferentes evocaciones. Un fondo para varias formas.

La espectacular (porque no se puede contar de otra manera) recuperación de esta copia certificada, a cargo de Almudena Sánchez y Ana González Mozo eliminó el incómodo negro que poblaba su fondo que evocaba el paisaje toscano imaginado por Leonardo, añadido el siglo XVIII sin explicación posible. De esta manera, se ha conformado un debate sobre la conservación de las obras de arte, la reconstrucción del pasado y las nuevas miradas sobre una misma obra.

Esto viene también a cuento a propósito de que, en el año 2010 el realizador iraní Abbas Kiarostami dirigió la magnífica e interesante “Copia certificada”, como un calco (declarado o no) del cine de Roberto Rossellini, donde se trata sobre la relación entre un artista y una seguidora, un matrimonio en crisis, pegando y copiando una relación amorosa en el sur de la Toscana italiana, como tantos otros amantes, trasladando un pasado que tantas veces hemos visto, desde un punto de vista nada amoral sino embellecido por los datos y las personas que se cruzan en su paseo. Copian así todo los moldes que han sido generados en todas las relaciones amorosas, como generalidades de un todo que quieren hacer diferente desde un primer punto de vista que engaña al espectador, con un protagonista de excepción (su hijo) e intentando dar un color diferente al paisaje que han visitado años antes.

Es otra vez, un cuadro diferente, otro paisaje, otras cejas, otro color de la manga, del marrón al rojo, esta vez del brillante del primer amor al desgaste de la madurez. Es otra copia certificada, la de un amor perdido pero que intentan sacar del pozo del olvido, para ver si consiguen iluminarlo. Y el paso del tiempo es testigo, arañando lo oscuro para dar color a lo que hay debajo (como en el cuadro de La Gioconda) e intentar dar otro enfoque igual de válido y poderoso. Ambas ideas, la de la pintura y el largometraje, funcionan como un palimpsesto, conservando las huellas de un pasado y dando una nueva forma a algo nuevo. Sólo que en el caso de la pintura, parece ser que ambas obras se realizaron al mismo tiempo; en el caso del largometraje, se incluyen nuevas huellas de algo que ha existido. Aún así, las concomitancias entre el cine y la pintura (como entre la escultura…), en esta película son absolutas. De ahí el plano de Juliette Binoche probándose los pendientes en una de las escenas de la película, en clara consonancia con un retrato en primera persona, como una pintura sacada de la era moderna, también con una media sonrisa, en este caso, fruto del desamor.

Otro dato en el filme sería el sonido de las campanas de esa iglesia en su definitorio momento final. Las campanas que suenan a todas horas y que cada generación sigue escuchando, a pesar de que las relaciones entre nosotros sean diferentes, pero calcadas y pegadas bajo un mismo terreno, con un inicio y un final, como todas las obras, enmarcadas en un instante y volando hacia la posteridad en pinturas, esculturas o arquitecturas que sólo el tiempo puede desgastar; pero no así la memoria.

En la película se habla sobre lo cuestionable del valor que poseen todos aquellos datos del pasado que tienen el precio de ser copias. Y si, de ser así, el grado de su tamaño como obras maestras indiscutibles, a pesar de que una, como originalidad tenga el valor de nacer primero, de ser el lecho de donde nace lo siguiente, y que crea poso en la memoria, como una obra inabarcable, infinita y arbitrariamente dedicada a la universalidad de lo completo, sin lugar a duda para la sospecha.

Hemos vivido un ejemplo de pintura dentro de la pintura, de cine dentro del cine, de cómo dejar de lado la autoría inseparable para dar como resultado la división de algo que forma parte del poder arbitrario y que se sucede en el tiempo como algo inexorable y de lo cual, extraordinariamente, somos testigos.

Ángel Del Olmo

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