El Festival Internacional de Cine de Gijón es, a punto de cumplir su medio centenario, como un tira cómica del Correcaminos en verso blanco. El riesgo, la falta de eclecticismo y la variedad de su variopinta programación caminan estrujándose en un sinfín de cine social, dramático, literario, negro, en forma de western, musical o en explosiones de animación cada año. En este sentido, nada es cuestionable en su flamante trayectoria. La edición actual borra las huellas de las anteriores, en moldes cinematográficos que recogen las imágenes de otros festivales más las visiones siempre interesantes de un cine futuro. El que muchas veces es, mal llamado, cine invisible; porque invisibles somos los espectadores, cuando no nos acercamos a ver largometrajes que, festivales como éste, dejan asomar sus cabezas, en una ciudad abierta al cine no sacralizado por las colas de gente y su nada adocenada necesidad de pretensiones.
Por otra parte, se ven raciones de cine que podrían marcar las pautas de otros festivales de género, como lo es “Rubber” (Quentin Dupieux, Francia-Angola, 2010). Podía haber sido un fantasioso corto (alargado) envenenado de Pixar, pero aquí se transforma en una entrega de cine centro del cine (esos protagonistas que miran con prismáticos lo que nos van contando) y en una blanda sucesión de crímenes que van perdiendo fuelle. De salvaje la acción termina siendo casi inofensiva; la salva su cafre sentido del humor y pretensiones, en un mensaje que repite varias veces el no buscar una explicación a lo que nos ofrece. Otra cosa es que la sensación de vacío planee sobre el conjunto.
En la Sección Oficial a concurso, con “Play” (Ruben Östlund, (Suecia-Francia-Dinamarca, 2011) se van formando las constantes del Festival o, por lo menos, una de las características inherentes a su forma de ser. El hacer de la realidad social y principalmente en la juventud, un punto de inflexión entre ésta y la relación con la familia. Los ocho espléndidos protagonistas de “Play” son presas de un contexto socio-económico en declive; y esto repercute en el vínculo con la sociedad que les representa.
La película es muy interesante pero tiene en su defecto el que posee una dirección fría y distante. El director coloca la cámara a metros y muchas veces a la espalda de sus protagonistas, lo que hace que uno se distancie de la acción notablemente y esto repercuta en el resultado final. Sólo observé un primer plano en toda la película, ningún plano-contraplano ni movimiento de cámara. Parece en reverso de las películas de los hermanos Dardenne, pero sin tratar de aleccionar sobre los resultados finales de esta aspereza.
Bertrand Bonello es un querido del Festival y, por eso, le dedican una retrospectiva. Y como su cine es “invisible” en nuestro país, pues le han dedicado un hueco para los más osados que se atrevan a esquilar su cine. También en la Sección Oficial, aunque fuera de competición, se proyectó su estreno en España y última (tras pasar por Cannes) “L’Apollonide”. No sé lo que le verán a este plúmbeo director los programadores audaces de muchos festivales. Su cine, epidérmico, enfermizo y claustrofóbico se hace cargante y soporífero. Aquí, pretende hacer juego de las reglas que se establecen en un burdel de finales del siglo diecinueve y principios del veinte. Y el conjunto lo rellena con una música al más puro estilo Sofia Coppola. El resultado es igual de inocuo que el de la directora y guionista norteamericana. Pero muchos, en este tipo de cine, ven más allá de lo que muestran las imágenes. Y es que, a veces, a uno le gusta volverse invisible. Será eso o que a muchos les gusta dar rodeos a lo que quieren contar. “L’Apollonide” da vueltas y vueltas sobre el mismo eje y termina mareando. Sospecho que muchos le verán otro trasfondo a la historia.
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