“Periodismo es publicar lo que alguien no quiere que publiques; todo lo demás, son relaciones públicas” (George Orwell).
El escritor y periodista británico George Orwell, mayormente conocido por dos de sus obras (Rebelión en la granja y 1984), novelas distópicas en las que ataca a los totalitarismos, nos anuncia con esta frase lo que para él debe ser el espíritu de todo periodista: la constante pelea por la libertad de expresión y la verdad. La verdad es un arma muy potente que juega en contra de los intereses políticos e ideológicos, una herramienta para controlar la mente de una sociedad y la historia de la Humanidad; el periodista, de esta manera, se convierte en el guerrero contra un sistema que aferra el sentido de la realidad y que con su actitud rebelde e independiente se enfrenta a los grandes poderes que no desean que la verdad salga a la luz.
Este es el ideal, pero lejos queda de la realidad. Cuando el periodismo se forma en el siglo XIX –aunque tiene una vida más primitiva, ya que incluso en la época clásica y en la Edad Media existían esos informadores que presentaban los avisos que posteriormente tomaron fuerza en forma de gacetas-, la información era el fin último y los periodistas eran considerados figuras emblemáticas, esenciales, que llevaban la profesión con la misma pasión, pureza y entrega que el niño que descubre por primera vez la vida. No obstante, ahora en el siglo XXI, con el nacimiento de las nuevas tecnologías y la sociedad de la globalización, donde uno puede viajar a cualquier lugar sin moverse de casa, conocer lo que ocurre sin levantarse de la silla, en un tiempo que se consume al segundo y donde la información es presentada en forma de titular porque si uno tarda en desarrollarla más puede hacer que ésta ya quede lejos de la actualidad, la esencia del periodismo está en peligro de extinción; eso, o de vivir un cambio importante que pueda condicionar de forma perjudicial a la realidad. Los autores del libro Queremos saber. Cómo y por qué la crisis del periodismo nos afecta a todos nos presentan algunas razones.
Albert Camus dejó como legado los cuatro mandamientos que deberían seguir todo periodista para que la información, la realidad, que se encuentra en sus manos no quede infravalorada o ultrajada: la lucidez, la desobediencia, la ironía y, finalmente, la obstinación. Está claro que sin lucidez nadie puede entender ningún discurso y, por tanto, la función del periodismo no tendría sentido; la desobediencia hace referencia a la rebeldía ante la normalidad, el conformismo, el control… sin esto, el periodista podría perecen en manos de la ideología empresarial y política o bajo el corsé del excesivo autoritarismo de la editorial; la ironía es necesaria para trabajar con sensatez, ya que a veces, el ser tan directos puede resultar hasta atacante y además es una forma de invitar al lector a que tome conciencia crítica de lo que lee; la obstinación es el entrenamiento de todo guerrero que se enfrenta a la realidad más compleja, pues sin esto, los obstáculos frenan cualquier intento de acceder a la verdad. Está claro que, como expresó Jefferson, “sin periodismo no hay democracia”.
Eric González, corresponsal de El País, diferencia el periodismo internacional del local, aunque no los desliga, ya que, como expresa, la información internacional es necesaria para comprender la información local. El descuido que puede cometer uno al interesarse sólo por los medios que nos cuentan lo que acontece en nuestro barrio es el de perder el horizonte de nuestra realidad, de nuestra historia. El ser humano es un ser social y esto implica una relación y presencia en una humanidad que, queramos verlo o no, camina en la misma dirección, afectada por todo lo que acontece. Podemos cerrar los ojos, hacernos los ciegos ante los conflictos del mundo, las penurias que se sufren en algunas regiones, o mantenernos ajenos a los importantes eventos que sacuden países o generaciones enteras, como fue, por ejemplo, la caída del muro de Berlín. Conscientes o no, todas esas realidades nos afectan. “El periodismo local es el que sabe mirar la realidad autóctona con los ojos del extranjero”, apoya la tesis de González Marc Bassets, corresponsal de La Vanguardia en Washington, ya que esto facilita que las palabras que exprese ese informador estén limpias de consideraciones personales. Con este compromiso con la realidad, tanto local como internacional, el periodista se convierte en el alma del mundo, ya que conecta y profundiza en la historia que oculta una persona, que se expresa en un país, que afecta a un continente y que acaba por rebotar y provocar una respuesta en el resto del mundo.
Para cumplir correctamente su función de informador, e incluso también de historiador y hasta de embajador, el periodista debe competir contra el Internet, el cual, aunque se ha convertido en el portal del saber inmediato y democrático, también se presenta como el portal desde donde los cotilleos del vecindario se contaminan y se filtran a través de opiniones y una falta de profundidad. El gigante también ha afectado a las empresas de los medios, que, como explican los autores de la obra, han dejado de pelear por conseguir las historias que construyen para hacerse con las noticias que venden. El problema que han suscitado las redes como plataformas de publicación de información es que la tecnología del medio supera a la formación del que la utiliza como herramienta y la presencia casi omnipresente de noticias, opiniones, imágenes… provoca una irrevocable sensación de que uno ha de encontrarse siempre ante el ordenador para estar bien informado; no obstante, como señala Ramiro Villapadierna, corresponsal especializado, “no está más informado el que mira más fuentes, sino el que las procesa mejor”. Al final, tanta información expuesta en un portal descontrolado provoca, más que formación, ignorancia, y en vez de presentar verdades, las oculta en la gran vorágine de datos de los que no sabes sacar el más importante y correcto. “El Internet nos ha hecho esclavos de nuestra propia ignorancia” (Mónica G. Prieto).
El Internet es la tentación del periodista, la adicción a la comodidad, que ante la grandiosa y rápida apertura a todo cuanto pasa y que se nos presenta a tan solo un click puede provocar que se decida hacer el trabajo de investigación sin la necesidad de acudir en persona a beber de esa realidad; es decir, se quebraría entonces esa necesaria apertura al otro, ese interés, esa posibilidad de tocar la historia presente para no perderla sin caer en la despersonalización de la red. ¿Cómo podemos hablar de algo si no lo hemos visto o vivido en primera persona? ¿Cómo podemos llegar a una interpretación correcta sin haber palpado lo que nuestras palabras desean transmitir? Si evitamos este contacto, ¿no estaríamos entrando en la violación de la verdad, en la hipocresía, en la transmisión de unos hechos y sensaciones sacados de la mera intuición? Sin duda, como nos cuentan nuestros autores profesionales, es uno de los pecados que padece la profesión, donde el informador se ata al teléfono desde donde le van a notificar aquella noticia que debe ser portada o aquél comentario que tal eminencia ha dicho, o se encierra en las salas donde hay acceso a Internet para no perder la adicción a la conexión, con el temor de perder la posibilidad de estar actualizado. La realidad está fuera y el Internet puede tentarnos al hacernos creer que él es el gran rostro de la verdad.
No obstante, hay que entender que, tal y como se dijo al principio y como resalta Mónica G. Prieto, “la verdad dejó de interesar a las empresas”. Hoy en día, las historias están en manos de los grandes medios; ellos son los que eligen lo que ha de ser noticia y eliminan del mapa, de la cronología humana, lo que no. Los intereses ideológicos rigen las editoriales y el diseño impuesto por el Internet, con una maquetación cada vez más crítica, limitada, encierra acontecimientos que contienen una amplia complejidad en frases y palabras contadas; ya no importa lo que se cuente, sino que sea atractivo de ver. Se teme perder al lector mostrándole un gran texto y se obliga al profesional a reducir la profundidad de una realidad para atraer la atención a través de impactos: imágenes, vídeos, palabras clave… No obstante, en vez de conseguir un lector fiel y crítico, formado, se consigue un lector que, acostumbrado a titulares y mensajes publicitarios, busca entender lo que el periódico le ofrece. La gente desea no ser tratada como ignorante o inútil, busca que el informador sea correcto y profesional; sin embargo, hemos sido mal acostumbrados durante años y convencidos de que la realidad se recibe –que no comprende- con un titular de menos de ocho palabras.
La información nos hace libres, la verdad nos da libertad, porque forma la conciencia ante el cúmulo de ideas que flotan sin fundamento a través de la red, por la calle, en boca de nuestros conocidos o simpatizantes… Si no fuera por el periodismo el mal tendría vía libre para actuar porque, permaneciendo el mundo ciego, no existiría la necesidad de justificar nada y el criminal se libraría de ser presentado como protagonista del desorden mundial. Muchas víctimas en conflictos son los reporteros y corresponsales, porque son la voz, ojos y oídos del mundo, de las víctimas y de las personas que esperan comprender qué sucede más allá de sus fronteras, o dentro de ellas; en este sentido, hay que entender que “la información es el obstáculo de la barbarie”. El periodista debe ser consciente de la gran responsabilidad que tiene en sus manos –puede depender de él que un acontecimiento se añada a la historia de la humanidad de forma verdadera, manipulada u oculta, inexistente-. Para ello, como dice Pilar Requera, “el periodista debe defender los valores absolutos, no apoyar únicamente a un bando”, si de esta forma quiere proclamarse como defensor de una verdad objetiva o protector de la justicia.
El periodismo de papel, extenso, profundo, crítico, fundamentado, es imprescindible para no perder la realidad, la historia presente, y para evitar desvincularla de nuestro recorrido en la humanidad; las personas protagonistas de esas historias merecen que su realidad sea contada con justicia, con responsabilidad, libre de los intereses de los medios e incluso de los egocentrismos y del desinterés del informador. No todo puede convertirse en portada de un periódico, ni noticia de actualidad, pero el poder de las tecnologías y el continuo crecimiento y cambio de la profesión no evita que no se puedan encontrar formas y medios para abarcar todo lo que está sucediendo en cada rincón del mundo y permitir un pequeño espacio informativo a todo ello; “no tenemos en nuestras manos la solución a los problemas del Mundo, pero ante los problemas del Mundo, tenemos nuestras manos”, decía Teresa de Calcuta. Son muchos los profesionales que pertenecen a una línea editorial, e incluso cada vez se encuentran más freelances, buscadores innatos de la verdad, en el campo de batalla; trabajo no faltaría, porque tampoco escasea la motivación, si se decidiera cubrir la realidad. El que escoge esta profesión es consciente de las dificultades que uno se encuentra a la hora de trabajar con sinceridad, veracidad y objetividad, pero es algo que uno debe asumir como fiel defensor de la verdad y voluntario humanitario de la realidad y de todas esas personas que ofrecen su historia para que sea transcrita en forma de palabras. Eso sí, también debería existir un manual que ayude al periodista a convertirse él mismo en una persona sincera, auténtica, justa y objetiva, para que entonces lo sea también su información.
En definitiva, hay que comprender que la lucha por ciertos valores choca contra muchos intereses personales e ideológicos, que la realidad es altamente compleja y es difícil entenderla y abarcarla en un par de folios, y menos aún en un titular de ocho palabras, que si uno de verdad quiere ser libre, estar vivo, pertenecer a una humanidad, debe conocer a esa humanidad, abrirse al otro y no encerrarse en ese lado de la luna que permanece iluminado y convencerse de que el terreno que permanece en penumbra no existe, e incluso darse cuenta de que esta lucha por defender los principios fundamentales es tarea de todos, pero que sólo unos pocos lo desean asumir y que todo periodista, por lo que su trabajo implica para la sociedad, para la historia, para todas esas personas que aceptan ser protagonistas de la imagen o papel de un periódico, debe aceptar y reflexionar que, “para que el mal triunfe, sólo es necesario que los buenos no hagan nada” (Edmund Burke).
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