Hoy en Sitges el festival nos ha dejado una propuesta que se sumerge directamente en lo desconocido: Shelby Oaks. Es un film que respira misterio y tensión, mezclando lo sobrenatural con lo íntimo, y que se instala en esos rincones del cine donde el terror no está tanto en lo que ves sino en lo que intuyes.

La película arranca como un pastiche documental: Mia emprende la búsqueda de su hermana Riley, desaparecida hace años tras involucrarse con un grupo de investigadores paranormales llamados The Paranormal Paranoids. Con el paso del metraje, lo que parecía una obsesión legítima se transforma en un descenso hacia lo insondable: demonios imaginados de la infancia, voces que se activan en la penumbra, huellas que no deberían existir.
Lo que más impacta es su capacidad para manipular el ritmo: alterna momentos de calma inquietante con destellos abruptos de violencia visual. Hay pasajes oníricos —o pesadillescos— donde la frontera entre la memoria infantil y una amenaza real se vuelve borrosa. El director Chris Stuckmann, en su debut, consigue que ciertas imágenes perduren más allá de la pantalla: un cuarto vacío, una sombra al fondo del pasillo, un susurro que parece venir de otro mundo.
En el reparto, Camille Sullivan (como Mia) sostiene el peso emocional del film con convicción; sostiene escenas tan densas como la revelación final. No todo funciona con igual solidez: hay momentos en que la película recurre a lugares comunes del género paranormal que distraen un poco del núcleo central. Pero aún así, la experiencia general es eficaz: provoca escalofríos, hace dudar de lo que creías seguro.
Para quienes amamos el terror que habita en la penumbra, Shelby Oaks es un nombre que habrá que recordar. No rompe el molde, pero lo moldea con suficiente fuerza como para dejar huella.
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