Mañana viernes, 25 octubre a las 19:00 horas en Tabakalera Spione (1928, 144′) de Fritz Lang; dentro de la sección Foco: Historias de cine. Santos Zunzunegui.
Fue Bertolt Brecht el que afirmó que había mucho más delito en crear un banco que en atracarlo. Aunque el encuentro profesional entre el dramaturgo comunista y el elegante cineasta no se produjo hasta el exilio americano de los dos con motivo de la producción de Hangmen also Die (1943), Los espías, realizada quince años antes por Fritz Lang con la impagable colaboración en la escritura de Thea von Harbou (¿para cuándo una retrospectiva específica dedicada a una de las grandes guionistas del cine mudo ahora que el viento sopla a favor de determinados “descubrimientos”?), parece una peculiar ilustración del célebre dictum. No solo porque la gran mente criminal que habita en el personaje de Haghi (en una nueva asunción mucho más estilizada, eso sí, a cargo de un Rudolf Klein-Rogge que ya había encarnado, cinco años antes, nada menos que al Dr. Mabuse) combina con maestría su trabajo a la luz pública (es un banquero respetado) con la parte oculta (y polimorfa de su personalidad, Haghi es un maestro del disfraz) de del mismo que tiene su guarida (habría que decir su “sede social”), precisamente, en la trastienda de su entidad financiera. El propio Lang dejó claro en una presentación de Spione que tuvo lugar en 1967 en la Universidad de California que en su trabajo siempre había utilizado acontecimientos reales y que, en el caso de Los espías la historia estaba inspirada directamente en una serie de incidentes que implicaban a la delegación comercial (realmente un instrumento de espionaje político y económico) de la Rusia soviética en el Reino Unido que llegó a ser asaltada por Scotland Yard a mediados de la década de los veinte. Y no se privó de añadir, aunque esto parezca menos evidente, que el “super-espía inventado de nombre Haghi fue interpretado con un maquillaje que se inspiraba en el “political master-mind” Trotsky”.
Dicho lo cual conviene no perder de vista que, cualesquiera que sean sus fundamentos realistas, la historia (como había sucedido poco años antes en el revolucionario díptico que Lang y von Harbou dedicaron al Dr. Mabuse) es tratada como un folletín de altos vuelos en una tradición que el cinematógrafo, en la línea ya apuntada por Griffith y expandida por Feuillade, retomó directamente de Charles Dickens y los grandes folletinistas del siglo XIX. Por tanto, una lección bien aprendida (como ya se mostró en el magistral dúo fílmico que se dedicó al Doctor Mabuse). Pero cualquiera que sean los méritos que queramos atribuir al cine anterior de Lang (y no serían pocos) lo que Spione pone sobre la mesa es una operación de depuración y estilización que se lleva a cabo sobre los materiales puestos en funcionamiento sin que la variedad de los mismos sea un obstáculo para que el filme termine siendo una obra de “línea clara”, dónde los acontecimientos avanzan a velocidad de vértigo, los niveles narrativos se imbrican entre sí con admirable maestría y la mezcla de géneros (la película no carece de humor. Un solo ejemplo: la presentación del Agente 326) contribuya a hacer de esta obra una muestra del arte alcanzado por el cine mudo en su dominio del relato en imágenes.
Consideremos algunos de los elementos que se combinan por von Harbou y Lang en una espléndida operación de bricolaje. Por supuesto, aunque como ya se hizo con Mabuse se haya tomado el filme por una parte importante de la crítica como una brillante alegoría del futuro de la Alemania que empezaba a asomarse al abismo (“Ein Bild der Zeit” como ya rezaba el subtítulo del primer Mabuse), conviene recordar que Spione es un brillante montaje de piezas que se toman de aquí y allá para construir un país que es y no es, al mismo tiempo Alemania, que sucede en un tiempo que es y no es el del presente histórico. Ese es el papel que juega en la película la inclusión de esa digresión que nos pone en contacto con un relamido militar traidor a su patria y cuya prosopopeya visual y narrativa proviene en línea recta de los filmes “austrohúngaros” de Erich von Stroheim (sin dejar por ello de estar inspirado, también, en un caso real). Otro tanto sucede con la nota exótica que otorga al relato la inclusión en la peripecia del robo del tratado japonés que justifica la aparición en escena del personaje del embajador Masimoto (gran creación del actor y director Lupu Pick) y su breve, trágica y muy bella historia de amor que culminará nada menos que con un seppuku. Lo mismo puede decirse del “retorno” a escena de la derrocada autocracia zarista, mediante la historia de Sonja, una exiliada rusa que ha caído en las garras de Haghi y es utilizada para perpetrar las más infames traiciones.
Precisamente este personaje se verá implicado en una de las escenas más memorables de la película cuando sea encargada de seducir al Agente 326. Se trata de una breve escena de apenas cuarenta segundos: el agente 326 visita en su domicilio a la espía rusa Sonja (al servicio del archimalvado Hagui) a la que ha conocido en circunstancias rocambolescas. El amor ha brotado entre ambos y mientras el joven, incapaz de apartar su mirada del rostro de la mujer, rechaza su invitación a tomar un té ruso, la coge de las manos en un primer plano. Comienza aquí una cascada de ocho planos más que incluyen imágenes del ventanal de la habitación (primero de día, al final tras oscurecer), una lámpara que se enciende, la persiana de un comercio que desciende y una pila de periódicos vespertinos. Todo ello, con el elemento adicional de la doble imagen superpuesta de un reloj que marca inicialmente las cinco de la tarde y, finalmente, las siete. La serie se clausura por un plano prácticamente idéntico al que la abría: allí era de día, ahora ha oscurecido. Los amantes siguen en la posición inicial con sus manos entrelazadas. Estaríamos aquí en esa dimensión que Noël Burch, el estudioso que mejor ha evaluado la verdadera dimensión creativa del filme, denomina la “poesía del tiempo perezoso”.
Dicho lo cual solo quedaría (pero ya comprenderán cuando vean el filme que esta expresión es pura retórica) por señalar lo que un crítico berlinés (citado por Lotte H. Eisner) ya percibió con extraordinaria claridad con motivo del estreno: “Fritz Lang ha abandonado el formalismo de Los Nibelungos y de Metrópolis (…) Se ha movido de lo pictórico y visual en dirección al movimiento y al incidente”. Y para muestra un solo botón: la escena que abre el filme, auténtica “poesía pirotécnica” (la expresión, de nuevo, es de Noël Burch lo mismo que la descripción que sigue a la que se le han añadido algunas matizaciones) sitúa con su rápida serie de planos a la película bajo el signo de la elipsis: [“En el mundo siempre han ocurrido extraños acontecimientos…”] / unas manos enguantadas, abriendo una caja fuerte / las manos metiendo documentos en un sobre / una figura vestida de cuero montada en una motocicleta / antenas de radio: ondas irradiándose / un titular de periódico anunciando el robo de documentos secretos [“Sensacional robo de documentos… Embajada Francesa… Shanghai”] / un coche en la carretera con chofer y pasajeros; otro coche adelantándoles; un disparo / el pasajero encogiéndose, una mano coge el maletín de este / un periodista hablando por teléfono / otro titular [“¡EXTRA! Atentado contra el Ministro de Comercio. El ministro fallece a causa de sus heridas. Desaparecen importantes documentos. No hay rastro del perpretador”]. Durante unos pocos planos, la acción se hace menos desunida aunque no menos rápida: el campo-contracampo entre funcionarios moviéndose en la confusión de sus despachos. Entonces el movimiento entrecortado empieza de nuevo: otro titular / dos funcionarios volviendo a telefonear una y otra vez / un ministro o alto cargo sentado tras su escritorio lee la prensa / intertítulo: [“¿Están los oficiales a cargo de la seguridad del Estado tan dormidos que nuestros documentos más importantes pueden desaparecer sin dejar rastro?”] / un coche parando ante un edificio oficial, un hombre vestido de cuero corriendo escaleras arriba y / entrando en el edificio / e irrumpiendo en el despacho del diplomático y llegando hasta su mesa / intertítulo: “Yo ví al hombre…” / primer plano de una bala atravesando una ventana / el ministro mira estupefacto lo que sucede: su vista vaga desde la ventana hacia… / el hombre vestido de cuero cayendo / nuevo plano del ministro que se lleva las manos a la cabeza / intertítulo: “Dios todopoderoso… ¿Qué poder tiene tanto alcance …?” / Primer plano de Haghi (Rudolf Klein-Rogge) / y un gran intertítulo caligrafiado: “YO”.
En pocas palabras, Spione es un filme que ha sido sepultado por la fama acumulada por la obra que le precede en la obra de Fritz Lang, Metrópolis. Si en los años cincuenta del pasado siglo los “jóvenes turcos” de Cahiers du cinéma señalaron al mundo que la obra americana del cineasta vienés no era menos importante que sus primeros trabajos alemanes, ahora ha llegado el momento de revisar sin miopías que se dejan atrapar por la supuesta enjundia de unos temas más o menos serios, el peso específico de cada uno de las películas del cineasta cualquiera que sea el periodo al que pertenezcan. No tengo dudas de que Los espías ocupa un lugar de honor en su obra desde cualquier punto de vista que queramos adoptar.
Santos Zunzunegui
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