La sección “Perlas” nos permite, cada año, disfrutar de los títulos que han sorprendido en los más recientes festivales de todo el mundo. Obras que no se han estrenado en las salas comerciales (algunas no lo harán nunca) de una indudable calidad que suponen un gran regalo para los cinéfilos que exprimimos el Zinemaldi.
Este apartado lo ha inaugurado este año Hayao Miyazakhi con su última película. El maestro del cine de animación japonés se ha convertido en un habitual de los principales festivales. Aunque pasó recientemente por Venecia sin pena ni gloria, es un éxito que obra tras obra se cuele entre los principales títulos, elevando el cine de animación a la máxima categoría.
En Venecia no triunfó porque es cierto que no es una de sus mejores películas. Su apuesta por una historia más realista, alejada de sus habituales mundos oníricos y personajes estrafalarios pudo defraudar a su fans incondicionales. Particularmente, encuentro más el problema en una cuestión de metraje o de un guión que se enreda en la parte más sensiblera, ralentizando el buen ritmo de la parte inicial.
A pesar de tratarse de un cine que viene de una cultura tan diferente, Miyzaki es un cineasta de narrativa occidental. Es como Kurosawa, cuyo cine tiene más que ver con John Ford que con otros compatriotas como Ozu o Mizoguchi.
La película es un canto a la vida que utiliza la ingeniería aeronáutica como vehículo para hablarnos de los sueños, de la constancia y del amor inmortal. La historia tiene lugar en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, cuando el despegue económico de las potencias del bloque oriental dan lugar a una carrera por diseñar los aviones más competitivos. Miyazaki parece tratar de espolear a su país mostrando la capacidad de superación y velocidad para recuperarse que tuvo años atrás, cuando un terremoto y el posterior incendio devastaron la ciudad de Tokio. Hoy, Japón trata de dejar atrás las consecuencias del desastre de Fukushima, mirando hacia las Olimpiadas de 2020. Sopla el viento a favor.
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