Woody Allen sigue sin decepcionar a sus fans y mantiene su ritmo habitual de película por año. Esta vez lo hace en un tono más dramático que cómico, en el sentido más teatral del “drama”. Y es que la película parece una obra de teatro grabada, hilvanada con todos los recursos que definen este tipo de piezas: pocos personajes protagonistas, escenarios que se repiten a lo largo de la obra, diálogos largos y un conflicto latente que se va cociendo a fuego lento hasta que explota cerca del final. Fiel a esa idea, Allen se apoya en el talento del gran Vittorio Storaro por segunda vez consecutiva para potenciar ese drama a través del uso de angulares, colores saturados que rozan la artificiosidad e incluso cambios de luz durante las secuencias.
Ese look y tono de la película tienen su razón de ser en la historia que se cuenta y el tema que hay detrás: una protagonista encerrada en una vida que no le llena y que se aferra al sueño de una vida mejor. Kate Winslet, siempre a gran nivel, es secundada por un resucitado James Belushi, un más que digno Justin Timberlake y, la aún poco conocida pero que seguro no tardaremos en ver en múltiples proyectos, Juno Temple. La joven actriz recuerda a las actrices del Hollywood clásico protagonistas de las adaptaciones a la gran pantalla de los clásicos de Tenesse Williams.
Sin tratarse de una de sus mejores películas, el veterano director neoyorquino siempre supera el nivel medio de la cartelera y hace que merezca la pena seguir acudiendo a su cita anual en las salas.
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