El mejor sitio para estar una de estas tardes de bochorno insoportable es, sin duda, una sala de cine. El aire acondicionado, la comodidad de las butacas y la oscuridad te reciben con los brazos abiertos en las horas de más calor del día. Si la película es buena la triunfada es total, aunque esta vez no fue el caso. El debut como director de Jonah Hill está muy lejos de reflejar el talento que ha demostrado como actor (para mí uno de los mejores de su generación frente a la cámara). Aunque es de apreciar su apuesta estilística con un marcado tono indi, actores en su mayoría desconocidos, un formato cuadrado y textura fílmica, la realización no tiene soltura y se muestra torpe en muchos momentos. Al menos, se puede sentir que el novel realizador ha tomado sus propias decisiones en la dirección y montaje, sin apoyarse en los técnicos que le rodean para dejar que le hagan la película.
A falta de ese brillo o frescura que se podría esperar de un debut, la nostalgia de los 90 se erige como motor de la película, impulsado por una sucesión de hits de la época de géneros afines al skate como el hip hop y el grunge. La empatía que despierta el protagonista y la honestidad que demuestra Jonah Hill como autor hacen que la sensación sea positiva a pesar de todo.
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