¿Dónde ha quedado ese director que nos maravilló con la hermosa cinematografía de “Blade Runner” y la inolvidable narrativa de “Gladiator”?
Riddley Scott rehace la película de “Gladiator” (por pura melancolía y adherencia a su último éxito) adaptándola en otra época y lugar, protagonizada por otro héroe libertador. Las reminiscencias a la galardonada película son evidentes, desde la temática y algunos detalles hasta la puesta en escena… Moisés, el general favorito de un dios en la tierra, el faraón de Egipto en esta ocasión, envidiado también por el primogénito y heredero, Ramsés, emprende una obstinada lucha por la libertad, al igual que lo hizo el hispano romano; el sentimiento de venganza y justicia propia de Máximo se transforma en un movimiento divino, representado por el director como justiciero e incluso también vengativo, en contra del pueblo egipcio por las atrocidades cometidas contra los esclavos judíos. El enfoque de Riddley Scott de este hecho bíblico es puramente épico y, especialmente, bélico; además, en su película nadie comete unas acciones justificables ni los fines son razonables…
La exaltación del liderazgo de Moisés entre el pueblo judío no se logra más que por sus conocimientos sobre la guerra, por su papel como general (de nuevo la omnipresencia del personaje de Máximo, también expresado en la espada que porta, muy similar a la gladius romana, en vez del báculo propio del profeta), mientras que su identidad real de profeta y enviado de Dios queda relegada a algunas citas a solas con un niño, representado como una tentación o aparición excesivamente vengativa e insolente que autentifica su esencia divina al colocarse junto un arbusto en llamas, con un juego de piedras colocadas en pirámide y diciendo “yo soy”. Al principio parecía interesante la representación de Dios como un niño (símbolo de inocencia, pureza…) y no la habitual voz de conciencia, pero ¿un niño que se hace presente de forma oscura, inquietante e incómoda como si fuera el antagonista de REC5?; es un tanto curiosa y escalofriante a la vez la visión que se ofrece sobre la divinidad…
La relación protagonista no es la de Dios con Moisés, fundamental para comprender al personaje principal y su misión, sino la del príncipe de Egipto y su primo, el faraón Ramsés. Con ese duelo de amor-odio, ya visto en “Gladiator” entre el emperador y el esclavo, provocado por la envidia y el miedo (en este caso a la profecía del libertador del pueblo judío), el director centra la atención en la causa de la negación de Ramsés y la ineptitud e ineficacia de Moisés a la hora de negociar con el faraón: las siete plagas sobre Egipto. Se podría decir que esas escenas son las mejor realizadas, espectaculares y racionalmente muy bien justificadas… (Riddley Scott ha decidido dar una explicación científica que acompañe al hecho divino a aquello que aconteció, relatado en los textos de las principales religiones). Y si este es el eje fundamental de la película, ¿por qué el filme se titula “Exodus” –el Éxodo viene después de la liberación, el cual sólo nos lo puntualiza como epílogo- y no “Las siete plagas de Egipto”, o algo así?
Los personajes son aprobables; hablo de los protagonistas, porque los secundarios ni pintan ni cortan en toda la película… Aún no llegamos a entender muy bien qué papel tenía Ben Kingsley en la resistencia judía que se organiza a escondidas del faraón (gracias a la Biblia sabemos que era Nun, padre de Joshua), Aaron Paul, quien interpreta a Joshua, parece más un espía de Moisés en los ratos que éste dialoga con Dios que el futuro líder del pueblo judío y Aaron, primordial en la misión de Moisés desde el comienzo de ésta como el hermano del profeta apenas aparece en pantalla más que para acompañar al pueblo judío. María Valverde (a quien conocimos en “A tres metros sobre el cielo” y aplaudimos en “La flaqueza del bolchevique”) está irreconocible en la película interpretando a la mujer de Moisés, Zipporah; su talento brilla aún más en producciones extranjeras. El australiano Joel Edgerton (“Warrior”, “El rey Arturo”, “El gran Gatsby”) es bastante convincente en su interpretación, mostrando la fiereza y el porte propio de un rey, si no fuera por esas pupilas claras que le hacen extranjero en tierra de faraones… Y Christian Bale reaparece como un caballero oscuro, sin capa ni máscara, peleando con fiereza por lo justo; el Moisés que interpreta es como el Noé de Russel Crowe: bélico, fiero y con carácter… que incluso se hizo complejo de personificar para un actor tan talentoso como Bale (que no se quejó ni de su exigente personaje en “El maquinista” ni del de “The fighter”, por el que ganó un Oscar).
Decir que el rodaje se ha llevado a cabo en España (orgullosos debemos estar, por el deporte –como asegura Christian Bale- y por ser atracción de grandes producciones –“El Cid”, “La caída del Imperio Romano”, “El reino de los cielos”, “Indiana Jones y la última cruzada”, “Conan el Bárbaro” o incluso algunos capítulos de “Juego de Tronos”-); sin duda se necesitaba unas localizaciones como estas para adaptar la historia de un pueblo judío en la miseria, el reinado de un faraón despótico y la belleza de una tierra árida junto al Mar Muerto. Por supuesto, algo aplaudible es eso: la ambientación y la escenografía; también la espectacularidad en los momentos más épicos de la película –a recordar ese último encuentro entre Moisés y Ramsés en un mar que ya avanza devorándolo todo-. Pero en el guión no encontramos ni una frase memorable y la música… ¿dónde quedó Hans Zimmer? Sin duda todos pensaremos en el Moisés de Charlon Heston o incluso en el de “El príncipe de Egipto”…
Con esta película concluimos con un 2014 de espectáculo bíblico: “Exodus” y “Noah”, donde descubrimos que el texto sagrado atrae a las grandes productoras por la riqueza económica que se puede sacar con muchas de sus historias, especialmente las del Antiguo Testamento, donde los elementos naturales (especialmente el agua) son los grandes aliados de Dios a la hora de mostrar su poder y no tanto su alianza con el hombre, protagonizados por profetas escogidos para una misión determinante para la Humanidad (Moisés y Noé), que sufren el duelo y la lucha interna de fe, de ser fieles a lo terrenal –vulnerables por las pasiones y emociones- o a lo sobrenatural –la divinidad y su poder por encima de la comprensión humana-, y que parece que responden a una necesidad de ser mostrados como guerreros implacables y justicieros en momentos donde la palabra goza de poco protagonismo, incluso en el año 2014.
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